La matrizmorfosis
Autor: Adolfo Luis Barbosa Mendoza.
Profesional especializado de la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte de Bogotá.
Cuando Gregor Adolf BarboSamsa se despertó una mañana después de un sueño inquieto, se encontró en su cama transformado en una monstruosa matriz de Excel, intrincada y extensa. Estaba recostado sobre su espalda cuadriculada y llena de colores y veía, cuando alzaba un poco la cabeza, su vientre laberíntico, lleno de números, fórmulas y palabras, sobre el que la cobija, pronta a escurrirse del todo en un agujero negro informativo, apenas se podía sostener. Sus piernas, convertidas ahora en multitud de celdas, líneas y columnas, lastimosamente lánguidas e infinitas, comparadas con las dos blancuzcas con que se había acostado la noche anterior, revoloteaban como una ebria comparsa pitagórica frente a sus ojos.
¿”Qué me ha sucedido”?, pensó. No era un sueño ni el delirio de una resaca carnavalesca. Su pieza, recinto de paredes blancas, con dibujos de alas de libélula en la pared de la cabecera de la cama, era la misma que lo había acogido desde hace varios meses para aliviar el cansancio provocado por las extenuantes jornadas de trabajo, llenas de solicitudes de informes mensuales, bimestrales, trimestrales y los infaltables ¡Para ya!, surgidos con voz espectral desde una reunión Meet o un mensaje de WhatsApp. Encima del nochero estaba el listado de asuntos por resolver y responder, especialmente aquellos provenientes de concejales, ediles y otros personajes siniestros que dejan de dormir, preocupados por cargarle un fardo de trabajo a sus semejantes. Al frente, en un espacio hueco del closet, brillaba el marco de un portarretrato con la última foto que le tomaron el “Día del servidor público”, y en la pared izquierda, a manera de grafiti, la frase de John Lennon que reza: “La vida es algo que pasa mientras estamos ocupados”.
La mirada de Gregor Adolf se dirigió entonces hacia la ventana, y el tiempo soleado de agosto lo incitó a levantar su transformado cuerpo para zarandearse de esa enloquecida pesadilla, pero eso era absolutamente imposible, su condición actual lo sometía a experimentar lo que la teoría de la relatividad de Einstein llama el continuo espacio – tiempo, es decir, una sensación de estar viviendo en magnitudes temporales y espaciales que pueden dividirse en una cantidad infinita de veces, bajo el mando imperceptible de una mente obsesivo compulsiva que no se sacia de crear nuevas celdas llenas de categorías y datos emplazados en una cuadrícula sin fin. Lo intentó muchas veces, cerró los ojos para no tener que ver el bamboleo de sus pies pegados a una fórmula matemática, diseñada para lograr el resultado total de una estadística poblacional, y sólo lo dejó de hacer cuando empezó a sentir en su cabeza un dolor fuerte y punzante, hasta ahora nunca percibido.
Por un momento pensó en llamar a su jefe para preguntarle si era posible desconectar el sistema de gestión de documentos Sirfeo o la red Conganet, o reportar una emergencia laboral a Microsoft Corporation, porque creía que su misteriosa transformación podía provenir de un virus informático, adquirido el día anterior en su puesto de trabajo, luego de tratar de comprender y diligenciar dos “sencillas”, pero espeluznantes matrices, una denominada Registro minucioso y detallado de actividades, asistencias y caracterización de población beneficiaria de estímulos, y la otra, Necesidades del Distrito Capital para atender e integrar a la población migrante internacional, proveniente de flujos migratorios mixtos; ambos nombres tan breves, profundos, abarcadores e imprescindibles para la historia de la humanidad, como aquél que titulaba el tratado que le tocó leer cuando estudiaba psicología: Estudio sobre la relación dialéctica existente entre la práctica del paracaidismo y el consumo
de dulce de Mongo Mongo en la vida sexual de los pingüinos. Pero ya ni siquiera podía alcanzar el celular, sus manos se habían convertido en dos escurridizas hojas de Excel que saltaban sin control de una columna a otra.
“¡Dios mío!”, pensó, “¡qué profesión tan dura y extraña la que escogí!” Día tras día tratando de verter en unas casillas la realidad que circula visceralmente en las calles y en las arterias de la ciudadanía, como si la singularidad e intensidad de la vida se pudiera capturar en un esquema, en una estadística o en una cadena de bullets points. Esto sin mencionar que debo tolerar la repetición de la misma información para responder diferentes solicitudes y la tramitología innecesaria de documentos en tiempos de grandes avances tecnológicos e inteligencia artificial. ¡Al diablo con todo!” Sintió un leve escozor en su garganta, se arrastró con la espalda lentamente hacia la cabecera de la cama, para poder alzar mejor la cabeza; se dio cuenta que sus virtuales y danzantes manos tenían la capacidad de encender su computador y su celular, y activar las aplicaciones que estaban dentro de estos aparatos; entonces, prendió el celular y abrió su WhatsApp. ¿Qué debía hacer ahora? No era su día de teletrabajo, le tocaba ir a la oficina para hacer presencia en su puesto de trabajo y cumplir sus funciones. ¿Qué tal si se reportaba enfermo o decía que en su casa había ocurrido una gran calamidad? Eso sería poco creíble, ya que Gregor Adolf, en sus tres años de servicio rara vez había estado enfermo o había notificado una calamidad. Era un funcionario que con creces hacía mérito de pertenecer a la sociedad del rendimiento, hasta tal punto que cuando sentía un malestar en su cuerpo prefería doparse con analgésicos o suplementos vitamínicos para hacer posible un rendimiento sin rendimiento y garantizar la operatividad de una máquina humana, cuyo objetivo consistía en el funcionamiento sin alteraciones y en la maximización del rendimiento. Aunque su cuerpo era una masa virtual llena de números y enunciados, su cerebro se negaba a aceptar que en esas condiciones no podía movilizarse y mucho menos trabajar, y por el contrario, su incontenible sinapsis neuronal lo impelía a afirmar en su interior, que podía levantarse, que todo eso que veía de sí mismo era un delirio, una percepción ilusoria y pasajera, producto de una mala noche sin sueño reparador. En ese momento de shock, de aminoramiento de la voluntad, como en la fábula de Zhuang Zhou, no sabía si era un hombre que estaba soñando que era una matriz informática o una matriz informática que estaba soñando que era un hombre. Lo cierto es que en un acto de osadía y último recurso logró pulsar el número telefónico de Talento Humano, timbró varias veces y al final le contestó una grabación que decía: “En estos momentos no podemos atenderlo porque estamos organizando las matrices para consolidar la evaluación de desempeño de los servidores y servidoras de la entidad, si tiene una solicitud urgente, ruegue a Dios que el sistema de documentación Sirfeo no esté caído y envíe un oficio especificando su petición”.
De pronto se dio cuenta que, a semejanza del proceso de mitosis celular, las celdas multicolores que reemplazaron su cuerpo fueron multiplicándose vertiginosamente hasta llegar a modificar su cuello y estaban próximas a tomarse su cabeza; en ese momento Gregor Adolf vio que su desaparición como ser humano era inevitable, que al final se cumpliría la sentencia según la cual “uno se convierte en aquello que contempla”, es decir, comprendió que la exacerbada convivencia con la economía de la eficiencia, la aceleración y la obsesiva cuantificación estadística, lo habían conducido al cansancio sin habla, sin mirada, sin mundo, sin compañía. Pero a su vez, escarbando en su acervo poético recordó que “la lucidez es la herida más cercana al sol”, y en un instante de claridad y resiliencia entendió que existe la posibilidad de vivir otro tipo de cansancio, ese que la filosofía posmoderna llama “la inspiración del cansancio”, donde “dice menos lo que hay que hacer que lo que hay que dejar”, y como perro recién bañado, sacudió su “cuerpo virtual” y todas las celdas de su cuerpo – matriz, como escamas
engomadas, empezaron a caer al piso de su habitación, los números iniciaron una danza rabiosa y burlona y las palabras se abrazaban con desespero unas con otras para evitar la evaporación del sentido semántico que tenían en la matriz; los colores volaron en mil fragmentos, plasmando en las paredes pinturas surrealistas que se deslizaban hasta el piso.
Levantó su cabeza y vio su desnuda corporeidad cuasi humana, y sin pensarlo se paró de un brinco, y con un gesto de grata certidumbre se puso la primera ropa que encontró, dispuesto a descubrir nuevos paisajes, a recuperar el asombro del mundo, decidido a hacer uso de lo inutilizable, es decir, de aquello que da paso al sosiego, al cansancio con otros para saborear la vida. Tomó las llaves de su carro y emprendió carrera hacia el lugar del origen, al reencuentro con lo más genuino de su existencia, allí donde el entre-tiempo es un tiempo sin trabajo, un tiempo de juego, un tiempo de contemplación, al espacio donde la vista se alza hacia altos árboles. Llegó, bajó del carro, caminó un trayecto y se sentó a contemplar la vida al pie del viejo castillo restaurado, mirando los surcos anchos que dejan las olas cuando abren caminos en la arena. El celular sonó inesperadamente, contestó y se escuchó la voz de Blanca, la coordinadora de Talento Humano. Miró los cielos elevados y el sol hundiéndose en el mar; caminó hacia el acantilado, y allí, mientras permaneció inmóvil, el vasto rumor de las olas trajo a su mente la frase de Conrad: “Llegaste a donde estás en tu vida ahora mismo, moviéndote por el camino de la menor resistencia”.
Bogotá, agosto de 2024.